17 de noviembre de 2025

La buena noticia es que Chile está avanzando hacia un sistema de energía limpia más rápido de lo que muchos esperaban. La mala noticia es que los consumidores de energía comienzan a cansarse justo cuando el camino se vuelve más difícil.

Hay una creciente preocupación por el aumento en los costos de la electricidad, que afecta directamente a todos los usuarios finales: al bienestar de los hogares y a la competitividad de las industrias. Sin embargo, el problema principal no se limita únicamente al alza de los precios; también refleja una frustración ante la falta de claridad respecto de todos los cambios y las altas expectativas en torno a la entrada de las energías renovables.

Cada vez resulta más difícil abordar y explicar estas frustraciones desde las políticas públicas, ya que no es sencillo hacer entender que la razón principal es que nuestro mercado eléctrico se ha vuelto más complejo y menos predecible, y que gestionar esa incertidumbre tiene un costo que, finalmente, termina recayendo en todos nosotros como consumidores. El principal desafío es que, si no se impulsa un ecosistema energético más conectado y colaborativo, en el que el gobierno, las instituciones y la industria asuman un compromiso centrado en el consumidor, estos podrían comenzar a cuestionar tanto la efectividad del mercado como la legitimidad de las instituciones y las empresas. Esa pérdida de confianza podría, a su vez, poner en riesgo el éxito de la transición energética, que representa una oportunidad histórica para el país.

Durante décadas, Chile ha enfrentado grandes desafíos para contar con una matriz energética confiable. La combinación de diversos factores —como la creciente dependencia de combustibles fósiles importados, el fracaso de grandes proyectos por razones ambientales y sociales, y la inestabilidad de la generación hidroeléctrica durante los períodos de sequía— generó una situación compleja para la economía del país. La llegada de las energías renovables marcó una oportunidad histórica.

Gracias a una combinación de factores —como sus excepcionales recursos naturales y las políticas públicas que fomentaron la llegada de inversión extranjera—, el país ha logrado atraer un volumen significativo de inversión, convirtiendo a la industria eléctrica en una de las más dinámicas de la economía nacional. Esto permitió una amplia diversificación de la matriz energética, basada en recursos locales y limpios, alcanzando una penetración de energías solar y eólica cercana al 45% de la capacidad instalada. A pesar de estos avances, el sector enfrenta importantes desafíos institucionales e infraestructurales que generan cuellos de botella en el lado de la oferta y dificultan las nuevas inversiones necesarias para profundizar la descarbonización del sistema eléctrico y acelerar la electrificación de otros sectores de la economía. Sin embargo, el enfoque principal en este proceso se ha destinado principalmente a fortalecer el lado de la oferta en la transición energética. En cambio, la otra parte de la ecuación —el lado de la demanda— ha sido descuidada, y además, los consumidores han tenido que asumir todo el costo de un sistema eléctrico en proceso de transformación.

Históricamente, en general los modelos del mercado eléctrico se desarrollaron sobre la base de principios de aplicación universal, y las principales características del mercado se consideraron estándar, estables y predecibles durante muchos años. Bajo el supuesto de que la tecnología era un factor en gran medida fijo y que el crecimiento de la demanda eléctrica era relativamente predecible y manejable, los nuevos modelos de negocio evolucionaban solo de manera incremental. Esta estabilidad permitió a los policymakers y a los reguladores realizar ajustes limitados y con relativa facilidad.

Sin embargo, a medida que avanzamos hacia un sistema con una alta participación de energías renovables, la estabilidad y previsibilidad de las estructuras tradicionales del mercado están dando paso a la incertidumbre y la complejidad. Las entradas y salidas del sistema se han vuelto cada vez más difíciles de definir, lo que complica predecir cómo y dónde se producirá la electricidad, quién la generará y para quién. De igual manera, la incertidumbre se extiende al uso, almacenamiento y control del sistema.

El principal producto —la “energía”— solía considerarse un commodity: algo que los consumidores compraban y utilizaban, pagando normalmente en función de la cantidad consumida (por kWh). Sin embargo, bajo el nuevo paradigma, la energía ya no se vende únicamente como un producto, sino que se ofrece como un servicio. Esto implica que la atención no se centra solo en la energía en sí misma, sino en cómo se gestiona, se entrega y se optimiza según las necesidades específicas del sistema. Esta creciente incertidumbre y complejidad del mercado energético se refleja cada vez más en los costos que enfrentan los consumidores, lo que exige cambios significativos en la formulación de políticas públicas, las cuales dependen en gran medida de la confianza ciudadana. El país entra en una fase más desafiante de la transición energética, cuyo éxito dependerá en gran medida del papel protagónico que asuman los consumidores en este proceso.